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  • De América Latina a Abya Yala. Una reseña de Latinoamericanismo después del 9/11

    De América Latina a Abya Yala. Una reseña de Latinoamericanismo después del 9/11

    Una reseña de Latinoamericanismo después del 9/11

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    Emilio del Valle Escalante (Maya k’iche’, iximulew)

    Luego de los ataques del 11 de septiembre en suelo norteamericano en el 2001, los estado-nación latinoamericanos se unieron a George W. Bush en sus consignas de negar a “grupos terroristas la capacidad de operar en el Hemisferio.”1 A través de la Organización de Estados Americanos Bush indicaba que “Esta familia Americana permanece unida” (Youngers, 151). Sin embargo, en lugar de cultivar el inmenso apoyo continental, la administración Bush dio su espalda a los estados latinoamericanos e inició su “batalla contra el terrorismo” en el medio oriente (particularmente Irak), batalla que encendió un largo y divisivo conflicto cuyas consecuencias se sienten hasta hoy día, ahora con la emergencia del Estado Islámico de Iraq y Siria (ISIS en sus siglas anglosajonas). El distanciamiento de Estados Unidos de Latinoamérica, algunos han argumentado, resultó en la emergencia de políticas izquierdistas que a través de la democracia paulatinamente han tomado control del estado-nación, un fenómeno que es hoy conocido como “Marea rosada.” En efecto, luego del 11 de septiembre del 2001, presenciamos el establecimiento de los gobiernos del fallecido Hugo Chávez en Venezuela, Luis Inácio Lula da Silva en Brasil, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Cristina Fernández en Argentina, y Daniel Ortega en Nicaragua, gobiernos que muestran una transición de economías capitalistas neoliberales a proyectos orientados hacia un “renovado” socialismo.

    Tomando este contexto como punto de partida, Latinamericanism after 9/11 o Latinoamericanismo después del 9/11 de John Beverley explora la importancia de los gobiernos de la Marea rosada para los Estudios Latinoamericanos, argumentando que estos gobiernos de orientación izquierdista abren “una nueva, e imprevista serie de posibilidades y determinaciones.”2 Con su apuesta en el socialismo, estos gobiernos marcan el declive del Consenso de Washington y un alejamiento de las políticas e influencia estadounidense en la región. Beverley ve estos procesos políticos como desdoblando una necesaria confrontación entre América Latina y los Estados Unidos que provee una oportunidad para redefinir y asegurar la “fuerza ideológica y geopolítica” del Latinoamericanismo (Beverley, 7). El libro incluye una introducción y siete capítulos donde Beverley desarrolla discusiones y debates con varios sectores de la intelectualidad latinoamericanista a modo de re-examinar, conciliar, trascender y establecer un marco crítico “pos-subalternista” que, por un lado, valide al estado-nación como un lugar de lucha, y por el otro, articule un “nuevo” Latinoamericanismo que en su compromiso político con los movimientos sociales pueda potencialmente materializar cambios políticos y sociales (Beverley, 15).

    En los capítulos “Latinoamericanismo después del 9/11” y “Entre Ariel y Calibán,” Beverley hace un mapeo de los debates entre Latinoamericanistas que claman hablar desde América Latina y aquellos que hablan y se ubican fuera de sus entornos geopolíticos. En estos capítulos, Beverley desarrolla una crítica a intelectuales neo-arielistas como Mabel Moraña, Hugo Achugar y Nelly Richard quienes proponen un posicionamiento crítico que en lugar de adherirse a las nuevas políticas y demandas de los movimientos sociales, parecen más interesados en articular una forma de crítica que valora formas culturales cosmopolitas y la autoridad del intelectual criollo-mestizo como portador del conocimiento y la memoria histórica.3 Los argumentos de los neo-arielistas contra los Latinoamericanistas en Estados Unidos, según Beverley, tienen tres componentes: 1) los estudios latinoamericanos en Estados Unidos se concentran en cuestiones de las políticas de la identidad y el multiculturalismo, discusiones que están siendo “trasladadas” a América Latina y no representan adecuadamente las historias diversas y formaciones culturales en la región; 2) Los estudios latinoamericanos anglosajones disminuyen el papel militante de los intelectuales latinoamericanos en suelo latinoamericano y al hacerlo, subalternizan las contribuciones de pensadores que operan en y desde Latinoamérica; 3) los aparatos teóricos como los estudios subalternos y poscoloniales en el “Norte” contribuyen a disminuir la habilidad de los latinoamericanistas que hablan desde América Latina a implementar sus propios proyectos de identidad y desarrollo a nivel nacional o regional (Beverley, 62-63).

    Beverley indica que al construir un argumento que sitúa América Latina contra los latinoamericanistas en Estados Unidos y otras partes del mundo, los neo-arielistas ofrecen una respuesta inadecuada a la hegemónica cultural y económica anglosajona. Al reclamar que se habla “desde” América Latina, estos intelectuales no solo pasan por alto la orientalización que opera dentro del circuito de la ciudad letrada latinoamericana, sino que también reafirman su propio autoridad cultural y política, así como la de la literatura y la crítica cultural. Con esta propuesta, este sector intelectual también reafirma su propio origen criollo-mestizo europeo y su estatus de clase media alta burguesa, el cual articula una posición discursiva incapaz de producir un “atractivo nacional-popular” (Beverley, 20) A contrapelo de este posicionamiento, Beverley propone un “nuevo” Latinoamericanismo que recupere el “espacio de la des-jerarquización cedido al mercado y el neoliberalismo,” y “capaz de que, a la vez, inspire y se nutra de las nuevas formas de práctica política y social que emergen desde abajo” (Beverley, 22-23). Este proyecto requiere reconocer la naturaleza multiétnica y multinacional de América Latina, las demandas de los movimientos sociales y las poblaciones amenazadas por la globalización y el neoliberalismo en la región, las formas de territorialidad que van más allá del estado-nación (por ej. los Hispanos en Estados Unidos), las luchas contra el machismo, racismo, la homofobia, así como las luchas por la igualdad de género de las mujeres y las minorías sexuales . Dado que todas estas demandas y luchas son constitutivas de América Latina, es ahora el momento—Beverley sugiere—de desarrollar aproximaciones críticas que den cuenta e incorporen las demandas de estos sectores a modo de afirmar el desarrollo de un proyecto civilizatorio propio en la región; un proyecto civilizatorio “capaz de confrontar la hegemonía estadounidense y expresar un futuro alternativo para los pueblos de las Américas” (Beverley, 18).

    En el capítulo tercero, “La persistencia de la Nación,” Beverley ofrece una crítica de Imperio (2001) de Michael Hardt y Antonio Negri. Puesto que Hardt y Negri argumentan que vivimos en una especie de Imperio Romano donde no hay “centro” y/o “periferia”, Beverley se pregunta: ¿Quién en el mundo de hoy representa entonces una lógica de resistencia que puede derribar al imperio y proponer alternativas a su lógica? La crítica de Beverley se concentra en la idea de la “multitud” propuesta por los autores. Con esta idea, Hardt y Negri sugieren que la multitud es la “multifacética, hidra de las siete cabezas, o sujeto hibrido colectivo constituido por la globalización y la deterritorializacion cultural” (Beverley, 26-27) Para Beverley, sin embargo, la multitud no es sino una nueva forma de nombrar al proletario como un sujeto hibrido o heterogéneo universal que margina las demandas específicas—muchas veces nacionalistas—del subalterno. Por ejemplo, los movimientos sociales evocados por Hardt y Negri, como los Zapatistas en Chiapas, o el Intifada en Palestina, se caracterizan precisamente por usar políticas identitarias y la necesidad de cambiar la naturaleza misma del estado-nación. Hardt y Negri quieren imaginar—según Beverley—una forma de “política que vaya más allá de los límites de la nación y las formas de representación política y cultural tradicionalmente asociadas a la idea de hegemonía” (Beverley, 27-28)

    En el cuarto capítulo, “Deconstrucción y latinoamericanismo,” Beverley se concentra en The Exhaustion of Difference [El agotamiento de la diferencia] de Alberto Moreiras el cual es interpretado como una “nueva” forma de latinoamericanismo que se vale de la deconstrucción como aparato teórico capaz de renovar “si no a la izquierda en el sentido tradicional, ciertamente una política emancipadora en un nuevo orden global emergente;” Moreiras, según Beverley, se preocupa con las políticas del conocimiento relacionadas con la representación de la cultura latinoamericana, y busca “poner en crisis y radicalizar el espacio ideológico y conceptual de los estudios culturales latinoamericanos” (Beverley 44-45). Dado que Moreiras depende de la apropiación y privilegio de ciertos conocimientos (usualmente cosmopolita, o barroco), al igual que los neo-arielistas, termina resignificando la autoridad del intelectual dado que no interroga su propio posicionamiento crítico privilegiado. Moreiras tampoco cuestiona otras formas de conocimiento subalterno que quedan fuera de la mirada del latinoamericanismo latinoamericano por el que aboga. En este sentido, Moreiras articula un espacio crítico y teórico cosmopolita “que es en sí mismo producido por y realimenta la lógica de la globalización” (Beverley 54).

    En capítulo quinto, “El giro neoconservador,” Beverley percibe que de la mano con la re-emergencia de la izquierda como una fuerza política luego del 11 de septiembre, también surge una tendencia crítica dentro de la izquierda latinoamericana que “se está definiendo a sí misma, o está convirtiéndose en ‘conservadora’ en asuntos culturales, pero ‘liberal’ en asuntos políticos y económicos” (Beverley, 91). Esta tendencia crítica, similar al neo-arielismo y la deconstrucción, está representada por una clase burguesa medio-alta, usualmente con una educación universitaria, y esencialmente de raza blanca y/o criollo-ladino/mestiza. Estos críticos, representados por el trabajo de Mario Roberto Morales, Mabel Moraña y Beatriz Sarlo, buscan recuperar “el espacio hegemónico y hermenéutico hegemónico” con sus respectivas críticas al movimiento Maya en Guatemala, el campo de la crítica literaria latinoamericana en contra de los estudios subalternos y poscoloniales como alternativas teóricas, y el género del testimonio (Beverley, 91). En sus respectivas discusiones, estos críticos despliegan cierta incomodidad con el multiculturalismo y las políticas de la identidad cultural, las cuales son vistas como fetichizando y orientalizando su objeto de estudio subalterno. Estos autores hablan “en nombre de la autoridad de la literatura con el propósito de descalificar los esfuerzos de sujetos indígenas y subalternos a inscribirse ellos mismos en la historia” (Beverley, 83) De estas lecturas, Beverley concluye que el giro neoconservador en América Latina se distingue por 1) un rechazo a la autoridad de la voz y experiencia subalterna, y una insatisfacción extrema al o escepticismo sobre el multiculturalismo o la interculturalidad y políticas identitarias; 2) una defensa a la autoridad del crítico-escritor como portador del conocimiento; 3) una reafirmación de la identidad criollo-mestiza; 4) su fracaso a reconocer la persistencia del racismo y las jerarquías de género en América Latina; 5) expresar su “objeción a los proyectos de las luchas armadas revolucionarias de los años 60 y 70, y más bien a favor de una izquierda más razonada y cautelosa,” y 6) una “reteritorialización de las disciplinas académicas—particularmente el campo de la crítica literaria y cultural” (Beverley, 89).  La preocupación de Beverley es que este grupo “tiene el potencial de dividir innecesariamente a la nueva izquierda latinoamericana e impedir la fuerza hegemónica con la que está surgiendo a nivel nacional y continental” (Beverley, 91).

    En “Más allá del paradigma de la desilusión,” Beverley discute el tema de la lucha armada en América Latina. El capítulo argumenta que las narrativas actuales de las rebeliones armadas en la región, como Utopía desarmada de Jorge Castañeda, ofrecen una visión negativa de la insurgencia dado que están “más inclinadas a ver en donde fallamos en lugar de ver donde estuvimos bien” (Beverley, 109) . Estas perspectivas negativas despliegan un “paradigma de desilusión” donde la crítica, retrospectivamente, habla de la insurgencia armada como una “equivocación” o un error, o como movimientos “mal concebidos” y románticos, compuestos de jóvenes inmaduros, “destinados a fracasar”, “propensos a la desproporción, irresponsables y con una anarquía moral” (Beverley, 98-99). A pesar de que con la derrota de muchos de estos movimientos revolucionarios formas previas de capitalismo fueron “reestablecidas” (ahora bajo las banderas del “neoliberalismo” y la “globalización”), ver las luchas armadas de forma negativa oblitera el hecho de que estos movimientos sirvieron de piso a las corrientes políticas de resistencia y al activismo social actuales (por ej. el EZLN u otras movilizaciones de carácter étnico en América Latina). En este sentido, los movimientos sociales actuales confrontan desafíos muy similares a los de los movimientos de los años sesenta: ¿cómo “transformar el estado y empezar a trasformar la sociedad desde el estado” (Beverley, 108). Además, “mucha gente involucrada en los gobiernos de la marea rosada o en los movimientos que los llevaron al poder, apostaron sus esfuerzos e ideales políticos en el periodo de la lucha armada” (Beverley, 98) La “experiencia de la lucha armada en América Latina, incluyendo Cuba—Beverley argumenta—siguió la dirección de la democracia, e introdujo en la política un nuevo espíritu de esperanza para el cambio social que no había estado presente en la región desde los años treinta, y con ello, nuevas posibilidades de participación política directa” (Beverley, 105).

    Beverley cierra su libro con, “El subalterno y el estado”, abogando por la necesidad de un paradigma “pos-subalternista.” Es decir, una perspectiva teórica que en su aproximación crítica al estado nación revele su deuda a los estudios subalternos, pero que a la vez, los desplace. Beverley encuentra por lo menos dos limitaciones con los estudios subalternos. Primero, que éstos conceptualizan al subalterno fuera y constitutivamente opuesto al estado y la modernidad dado que estas instituciones han sido el resultado del colonialismo. Segundo, los estudios subalternos imaginan a la sociedad civil completamente independiente del estado nación. Lo que los gobiernos de la marea rosada han mostrado, sin embargo, es que el subalterno y el estado pueden ser compatibles. Beverley indica que “El Chavismo fue precisamente el resultado de la cristalización de una variedad de movimientos sociales operando en Venezuela durante la emergencia del Caracazo como nuevo bloque político” (Beverley, 114). De forma similar, el éxito del Movimiento al Socialismo (MAS) en Bolivia fue resultado de movimientos sociales de incidencia indígena que exitosamente modificaron las relaciones económicas y establecieron un liderazgo “predominantemente indígena” (Beverley, 109) En este sentido, los gobiernos de la marea rosada, según Beverley, nos permiten imaginar un estado que puede incorporar “las demandas, valores, experiencias de los sectores subalternos-populares (lo que requiere un proceso de articulación hegemónica preliminar y de un bloque político nuevo capaz de interpelar al estado), y que a su vez, desde el estado, pueda rehacer la sociedad bajo modelos económicos que distribuyan mejor la riqueza, igualitario y culturalmente diverso (es decir, el cómo la hegemonía puede ser construida desde el estado)” (Beverley 115-116).

    Mientras que encuentro relevancia en la crítica que Beverley hace al neo-arielismo y deconstrucción, su evaluación de la lucha armada, la importancia del estado-nación y las políticas de la identidad en un “mundo globalizado,” y su llamado a desarrollar un proyecto político que se asocie con los movimientos sociales, encuentro también algunas limitaciones en sus argumentos. Quiero subrayar tales limitaciones en lo que sigue.

    Como podemos ver, la crítica de Beverley se concentra en cómo el Latinoamericanismo ha fracasado en sus esfuerzos de reconocer e incorporar las demandas de los movimientos sociales y las poblaciones amenazadas por la globalización y el neoliberalismo. Sin embargo, si la idea es incorporar en los espacios hegemónicos—dominados por la inteligencia latinoamericanista de clase media alta, usualmente con una educación universitaria, y esencialmente de raza blanca y criollo-mestiza—las “demandas, valores, experiencias de los sectores subalterno-populares,” ¿hasta qué punto Beverley no es también cómplice en prevenir “los esfuerzos de sujetos indígenas y subalternos a inscribirse ellos mismos en la historia” (Beverley, 83)?

    Beverley reconoce que el proyecto civilizatorio de América Latina históricamente ha involucrado la supresión y marginalización de “lenguas y formas de pensar y ser” indígenas bajo el supuesto de que la vida y cultura indígena son “inadecuadas” o “atrasadas” (Beverley, 59). Dadas estas suposiciones, “los pueblos indígenas o campesinos o trabajadores o los pobres de la urbe no se identifican con el proyecto” civilizatorio latinoamericano (Beverley, 48). Pero a la vez que Beverley subraya estas limitaciones, no tiene problemas en abogar por un “nuevo latinoamericanismo.” Al hacerlo, rechaza y oblitera algunas de las categorías y alternativas propuestas por los movimientos sociales, en particular, de los intelectuales y activistas indígenas y afro-descendientes.4 Me sorprende, por ejemplo, que Beverley no reflexione o considere la categoría y el proyecto civilizatorio de Abya Yala 5  el cual ha sido propuesto por algunos estudiosos y activistas indígenas desde los años ochenta, y que ha sido teorizado por un ex – estudiante de doctorado del mismo Beverley: el académico y activista kichwa, Armando Muyolema.6 Muyolema desafía la idea de América Latina precisamente porque es y continúa siendo un proyecto constitutivo del etnocentrismo y colonialismo dado que, en la mayor parte, aboga por las aspiraciones de los intelectuales blancos y los criollo-mestizos de origen europeo; es decir, los sectores que el mismo Beverley crítica. Latinoamérica no es meramente un “nombre” o categoría, sino más bien un proyecto geopolítico que encarna y confirma el histórico y perdurable régimen del colonialismo en la región. Los pueblos indígenas sólo podemos ser parte de América Latina si renunciamos a nuestros territorios, idiomas, y especificidades culturales y religiosas. Contrario a este proyecto civilizatorio, Abya Yala, según Muyolema, representa nuestro propio proyecto y lugar de enunciación.

    En efecto, para muchos sectores Indígenas y no indígenas, la posibilidad de una “alianza política entre grupos sociales” y la formación de “un nuevo bloque histórico a nivel nacional, continental e internacional” (Beverley, 83) ya no reside tanto en un “nuevo” proyecto Latinoamericano o latinoamericanista sino más bien en Abya Yala. A mi modo de ver, para nosotros, reconocer y abogar por el Latinoamericanismo contribuirá a la afirmación de una lógica colonialista que ignora nuestras necesidades como naciones indígenas: en particular, nuestros continuos esfuerzos de recuperar y defender nuestros territorios, así como restituir nuestras especificidades lingüísticas, culturales y religiosas, esfuerzos que el Latinoamericanismo en todas sus formas, no ha podido entender y atender de forma profunda. Debido a esto, me atrevo a afirmar que los esfuerzos de los movimientos indígenas subalterno-populares están mejor empleados si primero, desarrollamos un bloque indígena a nivel global. Se trata de comprender que tenemos una historia común; reconocer que a partir de los esfuerzos por contrarrestar la opresión y marginalización podemos desarrollar un discurso colectivo que nos acerque como pueblos y naciones indígenas diversas que luchan para trascender los colonialismos externos e internos. Nuestro posicionamiento como sujetos indígenas no solamente permitirá la articulación hegemónica de nuestras demandas, sino que también nos permitirá negociar mejor con los no indígenas en la constitución de modelos nacionales multiculturales e interculturales en base a nuestras propias perspectivas indígenas.

    Respecto a la discusión de Beverley a propósito de la marea rosada, no hay ninguna duda que estos gobiernos izquierdistas han traído beneficios económicos y políticos a importantes sectores de la población marginalizada. Sin embargo, ¿Qué hacemos con Michelle Bachelet y su promulgación de la ley “anti-terrorista” creada por Augusto Pinochet en 1984, la cual está siendo empleada para justificar el encarcelamiento de líderes mapuches en la región norte de la Araucanía en Chile? ¿O los esfuerzos de Rafael Correa para cerrar la cede de las oficinas de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAI), una organización que inicialmente apoyó la elección presidencial de Correa? (ni mencionar el encarcelamiento y asesinato de varios activistas ambientales y campesinos en la región amazónica del Ecuador). ¿O el cómo la administración de Evo Morales ha invadido territorios indígenas Amazónicos (el llamado programa TIPNIS) para construir carreteras, puentes y sistemas eléctricos para económicamente favorecer a sectores electorales que le han apoyado? A mi modo de ver, lo que los gobiernos de la marea rosada muestran es que si bien por un lado han constituido al estado nación como un punto de lucha que propone el socialismo como alternativa, y en un caso, han establecido un liderazgo que es “predominantemente indígena”, por el otro, éstos también evidencian cómo son capaces de reproducir colonialismo, llegando a ser—tal y como lo sugiere Nicholas Dirks—“tan opresores como los peores regímenes coloniales” (Colonialism and Culture, 15).

    Al decir esto, de ninguna manera estoy sugiriendo que nosotros no veamos el estado-nación o la modernidad como espacios de posibilidades políticas. Como Beverley, considero que la nación y sus instituciones hegemónicas son claramente espacios de lucha necesarios que con nuestra participación y crítica eventualmente cambiaran las reglas del juego a favor de un “bloque subalterno-popular”, y la construcción de una “sociedad que sea a la vez igualitaria y diversa” (Beverley, 79). A diferencia de él, sin embargo, no creo que la labor de los movimientos sociales deba ser entendida e interpretada como completa luego de que estos movimientos ocupen el estado. En lugar de esto, pienso que los movimientos sociales y su articulación hegemónica debe seguir siendo la fuerza política que siga redefiniendo y determinando las políticas del estado-nación, y la transformación de la sociedad, cambios que solo pueden ocurrir desde abajo, en lugar que desde arriba.

    Emilio del Valle Escalante (Maya k’iche’, iximulew) es profesor asociado de español en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill. Es autor de Nacionalismos mayas y desafíos postcoloniales en Guatemala (FLACSO-Guatemala 2008).

     

    NOTAS
    1. Coletta Youngers, “Latin America,” in Power Trip: U.S. Unilateralism and Global Strategy After September 11, ed. John Feffer (New York: Seven Stories Press, 2003), 151.
    2. John Beverley, Latinamericanism after 9/11 (London-Durham: Duke University Press, 2011), 7. Todas las traducciones de las citas en inglés son del autor de esta reseña.
    3. Arielismo en Latinoamérica se refiere a una clase intelectual a inicios del siglo veinte que desarrollo una postura política y crítica contra la expansión estadounidense luego de la guerra española-norteamericana en 1898. Figuras como el uruguayo José Enrique Rodo evocaron la figura de Ariel de la obra La tempestad de William Shakespeare para sugerir que mientras Latinoamérica encarnaba virtudes nobles, intelectuales, harmoniosas y sensibles, los Estados Unidos representaba materialidad e insensibilidad. Además de Rodo, este grupo incluía al argentino Manuel Baldomero Ugarte y al mexicano José Vasconcelos.                                                                                                                                                                                                        4. Para una discusión sobre las relaciones entre los afro-descendientes y el estado nación en Latinoamérica véase, Agustín Lao-Montes, “Decolonial Moves. Trans-Locating African Diaspora Spaces,” en Cultural Studies. 21:2-3 (March-May 2007): 309-339.
    5. Para aquellos que no estén familiarizados con el concepto de Abya Yala, éste emerge hacia finales de los años setenta en Dulenega, o lo que para otros es, San Blas, Panama, territorio de los pueblos Kuna Tule. Abya Yala en el idioma Kuna significa “tierra en plena madurez”. Luego de que los Kuna ganaron una demanda legal para detener la construcción de un centro comercial en su territorio, algunos dirigentes kuna le dijeron a un grupo de periodistas que ellos empleaban el término Abya Yala para referirse al hemisferio occidental, o las Américas en su totalidad. Luego de escuchar esta historia, el líder aymara Takir Mamani sugirió que los Pueblos y organizaciones Indígenas usen el término Abya Yala en sus declaraciones oficiales para referirse al continente “americano.” Desde los años ochenta, muchos activistas indígenas, escritores, y organizaciones han abrazado la sugerencia de Mamani.
    6. Véase Armando Muyolema, “De la cuestión indígena a lo indígena como cuestionamiento. Hacia una crítica del latinoamericanismo, el indigenismo y el mestiz(o)aje.” Rodríguez, Ileana, ed. Convergencia de tiempos: estudios subalternos/contextos latinoamericanos estado, cultura, subalternidad (Amsterdam; Atlanta: Rodopi, 2001): 327-363.

  • From Latin America to Abya Yala: A Review of Latinamericanism after 9/11

    From Latin America to Abya Yala: A Review of Latinamericanism after 9/11

    A Review of John Beverley’s Latinamericanism after 9/11

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    by Emilio del Valle Escalante (Maya k’iche’, iximulew)

    In the wake of the September 11 attacks on U.S. soil in 2001, Latin American nation-states united behind George W. Bush’s policies toward denying “terrorist groups the capacity to operate in this Hemisphere.”1 Through the Organization of American States Bush stated: “This American family stands united” (Youngers, 151). However, instead of nurturing this support, the Bush administration turned its back on Latin America and launched a “war on terror” in the Middle East (particularly Iraq) that ignited a long and divisive conflict whose consequences are still felt today, particularly with the emergence of the Islamic State of Iraq and Syria (ISIS). U.S. distancing from Latin America, some have argued, led to the emergence of Left-leaning politics that through democracy have taken control of the nation-state, a phenomenon that is known as the Marea rosada or “Pink Tide” politics. Indeed, after September 11, 2001, we see the establishment of the governments of the late Hugo Chávez in Venezuela, Luis Inácio Lula da Silva in Brazil, Evo Morales in Bolivia, Rafael Correa in Ecuador, Cristina Fernández in Argentina, and Daniel Ortega in Nicaragua, governments that mark a transition from neoliberal capitalist economies to “socialist” oriented ones.

    Taking this context as a point of departure, John Beverley’s Latinamericanism after 9/11 explores the significance of the Marea rosada governments for Latin American studies, arguing that these Left-leaning governments open up a “new, unforeseen, and unforeseeable series of possibilities and determinations.”2 With their bet on socialism, these governments mark a decline of the Washington Consensus in the region and a shift away from identification with U.S. power. Beverley sees these political processes as unfolding a necessary confrontation between Latin America and the United States that provides an opportunity to redefine and assert Latinamericanism’s “ideological and geopolitical force” (Beverley, 7). The book includes an Introduction and seven chapters where Beverley engages in discussions and debates with various sectors of the Latinamericanist intelligentsia in order to re-examine, conciliate, transcend and establish a new critical “post-subalternist” framework that validates the nation-state as a site of struggle and proposes a “new” Latinamericanism that in its engagement with social movements can potentially lead to political and social change (Beverley, 15).

    In the chapters “Latinamericanism after 9/11” and “Between Ariel and Caliban,” Beverley maps the debates between Latinamericanists who claim to speak from Latin America and those who speak of Latin America outside its geopolitical boundaries. In these chapters, he develops a critique of neo-Arielist intellectuals like Mabel Moraña, Hugo Achugar, and Nelly Richard who propose a critical stance that instead of embracing the new politics and demands of social movements, seem more interested in rearticulating a form of critique that values high culture and the authority of the criollo-mestizo intellectual as a carrier of knowledge and cultural memory.3 Neo-Arielist arguments against Latin Americanists in the U.S., according to Beverley, have three components: 1) Latin American studies from the U.S. concentrate on identity politics and multiculturalism, discussions that have been “transferred” to Latin America and misrepresent diverse histories and social-cultural formations; 2) Latin American Studies occludes the prior engagement by Latin American intellectuals on “native grounds,” and in doing so, they subalternize the contributions of thinkers from Latin America; 3) theoretical frameworks such as Subaltern and Postcolonial Studies from the North contribute to diminish Latin America’s ability to implement its own projects of national or regional identity and development (Beverley, 62-63)

    Beverley points out that by constructing an argument that situates Latin America against Latinamericanists in the United States and other parts of the world, neo-Arielists offer an inadequate response to cultural and economic U.S. hegemony. By claiming to speak “from” Latin America, or “on the ground,” these intellectuals not only overlook the orientalization that operates within the Latin American lettered city, but also reassert their own cultural and political authority and that of literature and literary criticism (Beverley, 61). In doing so, they end up reaffirming their own criollo-mestizo European origins and bourgeois or middle class status and articulate a discursive position incapable of producing a “national-popular appeal”(Beverley, 20) Instead, Beverley proposes a new form of Latinamericanism that recovers the “space of cultural dehierarchization ceded to the market and neoliberalism” and is “capable of both inspiring and nourishing itself from new forms of political and social practice from below” (Beverley, 22-23). This would entail recognizing the multiethnic and multinational nature of Latin America, the demands of Latin American social movements and the populations threatened by globalization and neoliberalism, the forms of territoriality that go beyond the nation-state (e.g. Hispanics in the United States), the struggles against male chauvinism, racism, homophobia, and those of women and sexual minorities for gender equality (Beverley, 24). Given that all of these demands and struggles are constitutive of Latin America itself, it is now time, Beverley argues, to develop critical approaches that can incorporate these populations’ demands in order to affirm Latin America as its own civilizational project, “capable of confronting U.S. hegemony and expressing an alternative future for the peoples of the Americas” (Beverley, 18).

    In the third chapter, entitled “The Persistence of the Nation,” Beverley offers a critique of Michael Hardt and Antonio Negri’s Empire (2001). Since Hardt and Negri argue that we live in a sort of Roman Empire where there is no “center” and/or “periphery,” Beverley asks: who in the world today represents a logic of resistance that can bring down Empire and propose alternatives to its logic? Beverley’s critique concentrates on Hardt and Negri’s idea of the “multitude” by which they mean the “many-faced, hydra-headed, hybrid collective subject conjured up by globalization and cultural deterritorialization” (Beverley, 26-27). For Beverley, however, the multitude is an expanded way of naming the proletariat as a hybrid or heterogeneous and “universal” subject that dismisses the specific demands—many times nationalistic—of the subaltern. For example, the social movements that Hardt and Negri themselves evoke, like the Zapatistas in Chiapas, or the Intifada in Palestine, are characterized by identity politics and the necessity to change the nature of the nation-state. Hardt and Negri want to imagine—Beverley indicates—a form of “politics that would go beyond the limits of both the nation and the forms of political and cultural representation traditionally bound up with the idea of hegemony” (Beverley, 27-28).

    In chapter four, “Deconstruction and Latinamericanism,” Beverley concentrates on Alberto Moreiras’s The Exhaustion of Difference which he reads as a “new” form of Latinamericanism that uses deconstruction as a theoretical framework capable of renewing “if not the Left in a traditional sense, then certainly an emancipatory politics to come in the emerging new world order of globalization” (Beverley, 44-45). Moreiras, according to Beverley, is concerned with the politics of knowledge involved in the representation of Latin American culture, and aims “to bring into crisis and radicalize the ideological and conceptual space of Latin American cultural studies” (Beverley, 45). Given that Moreiras depends on the appropriation and privileging of certain kinds of knowledge (usually that of high culture, or the baroque), like the neo-Arielists, he ends up re-signifying the authority of the intellectual, failing to interrogate his own critical position and authority, as well as other forms of subaltern knowledge that fall outside the metropolitan Latinamericanism he proposes. In this sense, Moreiras articulates a critical space of cosmopolitan critical theory “which is itself produced by and feeds back into the logic of globalization” (Beverley, 54).

    In “The Neoconservative Turn,” Beverley sees that alongside the re-emergence of the Left as a political force after 9/11, there is also a critical tendency within the Latin American Left that “is characterizing itself, or turning ‘conservative’ in cultural matters but ‘liberal’ in political and economic ones” (Beverley, 91).  This critical tendency, similar to neo-Arielism and deconstruction, is represented by a middle- and upper-middle-class, university-educated, and what is essentially a white, Criollo-Ladino/Mestizo intelligentsia that attempts to recapture “the space of cultural and hermeneutic authority” (Beverley, 93).  This intellectual class is exemplified by, among others, Mario Roberto Morales, Mabel Moraña and Beatriz Sarlo who develop critiques, respectively, of the Maya movement in Guatemala, the field of Latin American literary criticism against postcolonial and Subaltern studies theoretical frameworks, and testimonio and witness literatures. In their respective discussions, these critics display a strong discomfort with multiculturalism and identity politics, which they see as fetishizing and Orientalizing their subaltern object of study. These authors speak “in the name of the authority of literature to disqualify the effort of indigenous and subaltern subjects to write themselves into history” (Beverley, 83). From these readings, Beverley concludes that the neoconservative turn in Latin America is characterized by 1) a rejection of the authority of the subaltern voice and experience, and an extreme dissatisfaction with or skepticism about multiculturalism or interculturalidad and identity politics; 2) defense of the authority of the writer-critic as the bearer of knowledge; 3) reaffirmation of their criollo-mestizo identity; 4) failure to recognize the persistence of racism and gender hierarchies; 5) expression of a “disavowal of the project of the armed revolutionary struggle of the 1960s and 1970s, in favor of a more considered and cautious Left” , and 6) a “reterritorialization of the academic disciplines—particularly the field of literature and cultural criticism” (Beverley, 89). Beverley’s concern is that this group “has the potential to divide unnecessarily the new Latin American Left and inhibit its emerging hegemonic force at both the national and the continental levels” (Beverley, 91).

    In chapter six, “Beyond the Paradigm of Dissolution,” Beverley discusses the question of armed struggle in Latin America. He contends that the accounts of the armed rebellions, such as Jorge Castañeda’s Utopia Unarmed (1994), provide a negative view of insurgency that is “more inclined to see where we went wrong than what we did right” (Beverley, 109). These negative perspectives develop a “paradigm of disillusion” where critics retrospectively speak of armed insurgency as “equivocation,” or romantic, immature, “ill-conceived” movements “doomed to failure,” “prone to excess, error, irresponsibility and moral anarchy”(Beverley, 98-99). Despite the fact that with the defeat of many of these movements, previous forms of capitalist domination were “restored” (now under the banners of “neoliberalism” and “globalization”), to view the armed struggles in these negative terms obliterates the fact that they paved the way to current political and social activism in the present (e.g. EZLN or other ethnic mobilizations in Latin America). In this sense, current social movements confront similar challenges as those of the 1960s: how to “transform the state and begin to transform society from the state” (Beverley, 107). Moreover, “many of the people involved in the governments of the Marea rosada or in the movements that brought them to power, cut their political teeth in the period of the armed struggle” (Beverley, 98). The “experience of armed struggle in Latin America, including Cuba—Beverley argues—went in the direction of democracy, and brought into politics a new spirit of hope for change that had been missing since the 1930s and new possibilities for direct participation” (Beverley, 105.)

    Beverley closes his book with “The Subaltern and the State,” arguing for the need of a “post-subaltern” paradigm; that is, a critical perspective that in its critical approach to the nation-state reveals its debt to, but in turn, displaces subaltern critical frameworks. Beverley finds at least two limitations with Subaltern Studies. First, it conceptualizes the subaltern as outside and constitutively opposed to the state and modernity since these institutions have been the result of colonialism. Second, Subaltern Studies imagine civil society as completely independent from the nation-state. What the Marea rosada governments have shown, however, is that the subaltern and the state can be compatible. He indicates that “Chavismo was precisely the result of the crystallization of a variety of social movements operating in Venezuela in the wake of the Caracazo into a new political bloc” (Beverley, 114). Similarly, the success of the Movement Toward Socialism (MAS) in Bolivia was the result of Indigenous social movements that sought to and successfully modified economic relations and established a leadership that is “predominantly indigenous” (Beverley, 109). In this sense, Marea rosada governments, according to Beverley, allow us to envision a state that can bring “into it demands, values, experiences from the popular-subaltern sectors (which would require a prior process of hegemonic articulation of a new political bloc capable of addressing the state), and how in turn, from the state, society can be remade in a more redistributive, egalitarian, culturally diverse way (how hegemony might be constructed from the state, in other words)” (Beverley, 115-116).

    While I find relevance in Beverley’s critique of neo-Arielism and deconstruction, his assessment of the armed struggle, the importance of the nation-state and identity politics in a “globalized world,” and his call for an intellectual political project that engages with social movements, I also find some significant shortcomings in his arguments. Let me address them here.

    As we can see, Beverley’s main critique of Latinamericanism has to do with its failure to recognize and incorporate the demands of social movements and the populations threatened by globalization and neoliberalism. However, if the idea is to incorporate into hegemonic institutional spaces—dominated by middle- and upper-middle-class, university-educated, and essentially a white, Criollo-Ladino/Mestizo Latin American intelligentsia—the “demands, values, experiences of the popular-subaltern sectors,” to what extent isn’t Beverley complicit in preventing “the effort of indigenous and subaltern subjects to write themselves into history?”(Beverley, 83).

    Beverley recognizes that the civilizational project of Latin America has historically entailed the suppression and marginalization of Indigenous “languages and ways of thinking and being” (Beverley, 59) on the assumption that Indigenous life and culture are “inadequate” or “backwards.” Because of these assumptions, “Indigenous Peoples or peasants or workers or the urban poor may not identify themselves with the project” (Beverley, 48). But while Beverley underscores these limitations, he does not have a problem advocating for a “new Latinamericanism.” In doing so, he rejects and obliterates some of the categories and alternative projects being proposed by social movements, in particular, those of Indigenous and Afro-descendant intellectuals.4 I am surprised, for instance, that Beverley does not reflect or consider the category and civilizational project of Abya Yala 5 which has been proposed by some Indigenous scholars and activists since the 1980s, and has been theorized by Beverley’s former student, the Kichwa scholar Armando Muyolema.6 Muyolema challenges the idea of Latin America precisely because it is and continues to be constitutive of an ethnocentric and colonialist project that, for the most part, endorses the aspirations of the white, and criollo-mestizo intellectual sectors Beverley criticizes. Latin America is not merely a “name” or category, but rather a geopolitical project that embodies and confirms the historically enduring regime of colonialism in the region. Indigenous Peoples can only be a part of Latin America as long as we give up our lands, languages, and cultural and religious specificities. Contrary to the civilizational project of Latin America, Abya Yala, according to Muyolema, would represent our own civilizational project and locus of political enunciation.

    Indeed, for many Indigenous and non-Indigenous sectors, the possibility of “alliance politics between social groups” and the formation of “a new historical block at national, continental, and intercontinental levels” (Beverley, 83) does not lie so much in a “new” Latin American or Latinamericanist project anymore, but rather, in Abya Yala. For us to recognize and endorse the former, in my view, will contribute to affirming a colonialist logic that overlooks our needs as Indigenous Nations: in particular, our continued efforts to recover and defend our territories, and restitute our linguistic, cultural and religious specificities, efforts that Latinamericanism in all of its forms has failed to deeply address and understand. Because of these, I would venture to say that the efforts of subaltern-popular Indigenous rights movements would be better invested in first developing an Indigenous and even global historical block that while it addresses internal and external oppressions also manages to bring us together as diverse Indigenous Nations struggling to overcome external and internal/settler colonialisms. Our positioning as Indigenous subjects will not only allow the hegemonic articulation of our demands, but also negotiate with non-Indigenous others the constitution of multicultural or intercultural national models based on our own Indigenous perspectives.

    With regards to Beverley’s discussion of the Marea rosada, there is no doubt that these Left-leaning governments have brought economic and political benefits to important sectors of disenfranchised populations. However, what do we make of Michelle Bachelet’s re-enactment of Augusto Pinochet’s 1984 “anti-terrorist law” which has been used to incarcerate Mapuche activists in the northern region of the Araucania in Chile? Or Rafael Correa’s efforts to shoot down the offices of the Confederation of Indigenous Nationalities of Ecuador (CONAIE), an organization that supported Correa’s presidential election? (Not to mention the incarceration and assassination of several environmental Indigenous activists and peasant leaders in the Amazonian regions of Ecuador). Or the Evo Morales administration invading Amazonian Indigenous territories (the so-called “TIPNIS” affair) to build roads, bridges and electrical power systems to economically favor sectors of his constituency? In my view, what Marea rosada governments show is that while they have constituted the nation-state as a site of struggle that proposes socialism, and in one case, established a leadership that is “predominantly indigenous,” at the same time they demonstrate how they are capable of reproducing colonialism, often becoming—as suggested by Nicholas Dirks—“as repressive as the worst colonial regime.”7

    By pointing this out, I am by no means suggesting that we don’t see the nation-state or modernity as sites of political possibilities. Like Beverley, I believe that the nation and its hegemonic institutions are clearly necessary sites of struggle that with our participation and critique will eventually change the rules of the game in favor of a “popular-subaltern block,” and the construction of a “society that is at once egalitarian and diverse” (Beverley, 79). Unlike him, however, I don’t believe that the work of social movements should be understood as complete once their efforts culminate in the occupation of the State. Instead, social movements and their hegemonic articulations should be the guiding force in continuing to redefine the nation-state, and the transformation of society, changes that can only occur from below, instead of above.

    Emilio del Valle Escalante (K’iche’ Maya, Iximulew) is an Associate Professor of Spanish at the University of North Carolina in Chapel Hill. He is the author of Maya Nationalisms and Postcolonial Challenges in Guatemala (SAR Press, 2009).

    NOTES

    1. Coletta Youngers, “Latin America,” in Power Trip: U.S. Unilateralism and Global Strategy After September 11, ed. John Feffer (New York: Seven Stories Press, 2003), 151.

    2. John Beverley, Latinamericanism after 9/11 (London-Durham: Duke University Press, 2011), 7.

    3. Arielism in Latin America refers to an intellectual class at the beginning of the twentieth century that developed a political stance and discourse against the United States’ imperial expansionism after the Spanish-American war of 1898. Figures like Uruguayan José Enrique Rodo evoked the figure of Ariel from Shakespeare’s The Tempest to suggest that while Latin America embodied noble, intellectual, harmonious and sensible virtues, the U.S. represented insensible and material ones. Besides Rodo, this group included Argentinian Manuel Baldomero Ugarte and Mexican José Vasconcelos.

    4. For a discussion about the relationships between Afro-descendants and the nation state in Latin America, see Agustín Lao-Montes, “Decolonial Moves. Trans-Locating African Diaspora Spaces,” Cultural Studies. 21:2-3 (March-May 2007): 309-339.

    5. For those unfamiliar with the term Abya Yala, the concept emerged toward the end of the 1970s in Dulenega, or what, for others, is today San Blas, Panama, a Kuna Tule territory. Abya Yala in the Kuna language means “land in its full maturity.” After the Kuna won a lawsuit to stop the construction of a shopping mall in Dulenega, they told a group of reporters that they employed the term Abya Yala to refer to the Western Hemisphere or the Americas in its totality. After listening to this story, the Bolivian Aymara leader, Takir Mamani suggested that indigenous peoples and indigenous organizations use the term Abya Yala in their official declarations to refer to the American continent. Since the 1980s, many indigenous activists, writers, and organizations have embraced Mamani’s suggestion.

    6. See Armando Muyolema’s “De la cuestión indígena a lo indígena como cuestionamiento. Hacia una crítica del latinoamericanismo, el indigenismo y el mestiz(o)aje,” ed. Rodríguez, Ileana, in Convergencia de tiempos: estudios subalternos/contextos latinoamericanos estado, cultura, subalternidad (Amsterdam; Atlanta: Rodopi, 2001), 327-363.

    7. Nicholas Dirks, Colonialism and Culture, (Ann Arbor: University of Michigan Press, 1992), 15.

  • A Closing Discussion to 'Legacies of the Future'

    A Closing Discussion to 'Legacies of the Future'

    Only to put a pin in b2‘s Legacies of the Future: The Life and Work of Edward Said, and the question: what is criticism? And: what is ‘its relationship, among other things, to specifically–but not exclusively–literary form and the function of imagination?’ Here, the scope found in Said.

    Trace the entirety of the conference here. (The volume is better with earphones.)